Sunday, November 20, 2011

Nov | 20 | Con un pie en la tumba

Palabra para meditar – ESPERANZA

Génesis 3:19
“Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado. Porque polvo eres, y al polvo volverás.”

Con un pie en la tumba

El Sur de Francia siempre ha sido un lugar donde los expatriados británicos buscan solaz bajo el sol. Hace unos pocos años volé a Niza, en esa misma Costa Azul, y es aquí en esta ciudad francesa de 2000 años de antigüedad, donde la Iglesia Anglicana local posee una de las iglesias europeas más famosas. Para mí, la belleza de “La Santísima Trinidad” no se encuentra en su majestuosidad neo-gótica, o en sus vidrios hermosamente decorados, iluminados mágicamente sobre el elevado altar y entibiados por el sol de la tarde, sino afuera, en el verde cementerio donde se encuentran los restos mortales de un famoso poeta escocés. En un día como hoy de 1847, el Rev. Henry Francis Lyte murió de tuberculosis y fue enterrado en el cementerio de La Santísima Trinidad, en Niza.

Desde 1927, y junto con el Himno Nacional Británico, millones de fanáticos vitoreando en todas y cada una de las Finales de la Copa de la Asociación de Fútbol, han cantado el poema más famoso de Lyte. ¡Qué maravilloso! En verdad, es más maravilloso aún cuando uno comprende la vida que este hombre llevó, pues fue realmente, una vida siempre y en todo momento, vivida con un pie en la tumba.

Evelyne Millar escribe sobre el segundo hijo del Capitán Tomas Lyte de la Marina Real. Henry (quien nació en Escocia), siguió, junto a su madre y dos hermanos, a su padre, a Irlanda. El Capitán Lyte había sido enviado allí para colaborar en acabar la rebelión irlandesa de 1798. Poco tiempo después de esto, su padre abandonó a la familia llevándose consigo al hermano mayor de Henry, al tiempo que su madre regresó a Inglaterra con su otro hermano. Allí fallecieron y Henry, que en ese entonces tenía nueve años de edad, fue dejado en Irlanda, solo, huérfano y desamparado.

El Rev. Dr. Robert Burrows, Director del colegio de Lyte, sintió pena por el joven Henry y lo llevó consigo y lo cuidó, hasta el punto de hacerse cargo de los gastos de su educación. Este fue un dinero bien gastado, porque Henry, mientras estudiaba en la Universidad ‘Trinity’ de Dublín, recibió el Premio del Canciller al Ensayo Inglés ¡por tres años consecutivos!

Henry fue ordenado ministro y trabajó tan fervientemente en sus tareas parroquiales y en su escritura que se agotó totalmente y contrajo una enfermedad de los pulmones que lo perturbaría por el resto de su vida. Fue su médico de cabecera el que le dijo que si no buscaba climas más benignos y cálidos en Europa, moriría. Durante toda su vida, Henry Lyte pasaría períodos prolongados imposibilitado de cumplir con sus obligaciones y de atender a su familia, mientras se recuperaba de estos ataques recurrentes y debilitantes que la enfermedad le provocaba.
La última parroquia de Henry fue en Brixham, en la costa sur de Inglaterra, donde ejerció los últimos veintitrés años de su vida, siempre con un pie en la tumba. Ministrando a los marineros de su parroquia, escribió libros de himnos que eran oraciones a ser dichas cuando se encontraban en el mar y por supuesto también ¡canciones marineras!

Solo tres semanas antes de su muerte escribió su poema más famoso y envió el manuscrito terminado a su esposa, desde Aviñón en Francia. Da la impresión de que él sabía que no había demasiadas probabilidades de que fuera a retornar a su hogar. El poema se cantó por primera vez en su funeral, que se llevó a cabo en la parroquia de su hogar en Brixham, y desde los labios de un hombre que pasó toda su vida con un pie en la tumba, ha quedado para nosotros una de las oraciones más inmortales y emotivas, hecha de su testimonio personal y atiborrada de observaciones sobre la vida misma. Jamás, palabras más maravillosas se escribieron con pluma alguna, salidas del corazón de un hombre que amaba profundamente a su Salvador, a pesar de las aflicciones de su vida.

Medita: Que el poema más famoso de Lyte, sea nuestra oración diaria más ardiente.

Ora: Habita en mí, pues rápido cae el atardecer
La noche se apresura, Señor, ¡habita en mí!,
Cuando otros fallan y no encuentro paz;
Ayuda del desamparado, oh ¡habita en mí!

A cada instante anhelo tu presencia;
Las alegrías terrenales se apagan; sus glorias pasan;
Cambio y putrefacción todo en derredor;
Oh, Tú, el que no cambias, habita en mí.

Te suplico, no una mirada mínima, no una palabra pasajera;
Pero mientras habitas con Tus discípulos, Señor,
Familiar, condescendiente, paciente, libre.
Ven no a sojuzgar, mas habita en mí.

Con terror, como el Rey de reyes ,no Te acerques
Mas amable y bueno, con sanidad en Tus alas,
Lágrimas para todas las aflicciones, un corazón para cada oración—
Ven, Amigo de los pecadores, y habita en mí.

Pasa la vida con sus falsos goces;
Y, aunque rebelde y perverso en ese entonces era;
Tú no me has abandonado, como yo a Ti,
Hacia el final, oh Señor, habita en mí.

Necesito Tu presencia en cada instante;
¿Qué sino Tu gracia puede hacer al tentador retroceder?
¿Quién, como Tú, mi guía, permanecerá?
En días de nubes y en días de sol, Señor, ¡habita en mí!.

No temo a ningún adversario, si estás cerca de mí;
No sentiré cargas, y las lágrimas no tendrán amargura
¿Dónde está oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, sepulcro, tu victoria?
He de triunfar, si Tú habitas en mí.

Sostén Tu cruz ante mis ojos cerrados;
Brilla en la oscuridad y señala hacia los cielos.
La mañana celestial amanece, y las vanas sombras terrenales vuelan;
En la vida, en la muerte, oh Dios, ¡habita en mí!.

 

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